Un ruido ensordecedor desconcentró mi almuerzo. No sabía que pasaba en ese momento hasta que la radio local del gobierno lo confirmaba: “Era el fin del mundo”.
Las calles eran un caos. Nadie sabía con cierta exactitud lo que teníamos que hacer, ya que varios representantes religiosos vociferaban lo inevitable. Los supermercados estaban siendo saqueadas y la gente asaltada. Las empresas suspendieron sus horas laborables, para poder retornar temprano a la casa, sin saber si cobraremos quincena ésta semana o será que no volveremos a vernos en la oficina.
El malecón 2000 estaba a reventar. No entraba ni un alfiler. Una marea humana se postraba en el cerrito verde para ver mejor el espectáculo. El túnel del Santa Ana se cerró por precaución a los embotellamientos, por lo que la Metrovía optó por tomar vías alternas y los recorridos los hacía a media llave.
El sol se ha puesto raro, en forma de arco iris. Todo el suelo empieza a temblar y el olor a azufre era espantoso. Unos rayos de luz en el horizonte partía en dos el cielo, pudiéndose observar los caballos del Apocalipsis que venían en precipitada carrera hasta nosotros. Unos destellos seguían la ruta de los rocinantes, con una fina capa de escarcha, pintando bolitas de fuego el firmamento.
El acontecimiento era de locos. Nadie estaba preparado para éste día. El fin del mundo ha llegado y no sabemos cómo enfrentarlo.
El agua comienza a subir y ésta helada. Perdí un zapato en una alcantarilla y un tipo me arranchó mi maleta. No hay chance de volver atrás.
La noche se vuelve pesada y casi no se puede respirar. El humo de que cubre las calles no me deja orientar. Mi casa ésta lejos y aún no logro comunicarme con mi madre. No hay señal del celular y los autos disponibles no te quieren llevar. Es todo y no hay marcha atrás. Cierro los ojos y aguardo un largo suspiro: ¡Qué dios tenga misericordia de mi alma!
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